El catre como asunto de Estado / Columna Sexo con Esther

En la vasta colección de rarezas históricas que ha producido la humanidad, pocas superan esta: hubo un tiempo en que no irse a la cama con fines reproductivos podía salir caro. Literalmente. Fue en la antigua Roma, bajo el gobierno de Augusto, cuando se instauró un impuesto para los solteros, porque –según el emperador– había demasiado agite sin descendencia, demasiada planta baja sin función patriótica.
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La historia es verídica, aunque suene a sketch. El emperador, convencido de que la grandeza del Imperio dependía de la cantidad de ciudadanos legítimos y no de las aventuras furtivas, promulgó en el año 18 a. C. la Lex Julia de maritandis ordinibus (Ley Julia sobre el matrimonio de las clases sociales), que obligaba a los romanos a casarse. Y por si fuera poco entusiasta la reacción, redobló la apuesta con la Lex papia poppaea (incentivos y sanciones al matrimonio) en el 9 d. C., que imponía sanciones a quienes no pasaran por el altar antes de cierta edad.
Los hombres debían haberse casado antes de los 25 y las mujeres, antes de los 20. De no hacerlo, se les castigaba con la pérdida del derecho a heredar, a recibir dotes o incluso a ocupar cargos públicos. El “deseo libre”, ese viejo rebelde, debía alinearse con los intereses del Estado. Era el momento en que la actividad de departamento inferior dejaba de ser privada para convertirse en deber cívico. Practicar “el aquello” era casi como pagar impuestos… o ir a la guerra.

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Por supuesto, como toda ley que intenta legislar las ganas, fracasó a medias. La Roma que multaba a los solteros era la misma que inventó las bacanales, donde la toga se perdía más rápido que los escrúpulos. La misma donde los poetas cantaban a las amantes ajenas y los senadores tenían más esclavos que votos morales. Había una doble moral en las columnas del Foro: la que escribía leyes sobre castidad y la que susurraba nombres propios en los lechos de mármol.
Hoy parece absurdo. Pero hay algo inquietantemente moderno en esa idea de controlar desde el poder lo que sucede entre el deseo y la almohada. No sería extraño ver, en algún rincón, a ciertos iluminados proponiendo rebajas tributarias por cantidad de hijos o premios para quienes reporten pareja estable y “uso eficiente del catre”.
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Y, sin embargo, la historia también ofrece su lección. Roma pasó, sus leyes cayeron, y el deseo –ese animal sin correa– siguió andando. No hay decreto que regule con acierto el goce, ni norma que entienda del temblor que nace en la planta baja y sube, despacio, hasta tocarlo todo.
Queda entonces sonreír. Recordar que hubo un imperio que creyó controlar la libido con sellos y plazos. Y que hubo ciudadanos que, entre multa y multa, siguieron haciendo historia… y “el aquello”, por supuesto. Hasta luego.
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